Ella
Uno
Visitar
San Gregorio de Portoviejo, es rememorar la sazón, el acento y la dulzura. La
recordé apenas me pasaron un plato hondo con suero blanco y plátano asado. Mi niñez se resume en una bicicleta, unos
patines, el perro labrador y una señora portovejense que llegó a Quito en las
vacaciones de 1994.
Castellana de origen, un día
te acunaron los brazos del mar,
y en tu surco aborigen surgía
nueva raza de empuje vital.
te acunaron los brazos del mar,
y en tu surco aborigen surgía
nueva raza de empuje vital.
Apareció y no sé cómo se contactó con mis padres,
lo cierto es que llegó un sábado por la mañana, decidida a cuidar de nosotros. Sonriente
y estirando la mano dijo «Celia Cortez Moreira, pero todos me dicen “Chela”». Mis
padres, medio hermano y yo la recibimos y nos presentamos, yo estaba muy atenta
porque era la primera vez que conocía a una persona efusiva, de un acento
distinto y con toda la energía que hallé en ella: despierta, conversadora, tan
alegre; con su gran sonrisa que opacaba a la de todos. Lo que también llamaba
la atención era un gran lunar en su mejilla izquierda. Unos grandes bucles en
su cabello negro que llegaban a sus hombros.
Entonces
decidí contactarla y proponerle una charla para el domingo 20 de noviembre.
Dos
Que la capital no es alegre en navidad repetía
y lo repitió al menos los 6 años posteriores. Chela era así, sino le gustaba
algo, lo decía. Toda su irreverencia y brusquedad al hablar, la equilibraba y
de qué forma con toda la gastronomía y saberes que adquirió. 17 años después, la visité en su casa al
norte de Quito, y la hallé igualita a pesar de sus 60 y tantos. Al verla nuevamente para preguntar por su
vida. «Qué quiere que le cuente, si yo le contaba
todo. ¿Se acuerda?». Claro, pero han pasado
muchos años y yo entonces no anotaba las entrevistas. Sonreímos.
Tan
amable como la recuerdo, me invito a pasar, a sentarme y me dijo que la
esperara un momento porque sus nietos no estaban listos para bajar a saludar.
Que si deseaba algo. Agua por favor. Fue
un domingo muy soleado. Tranquila yo espero, le dije.
Tres
Una vida que sabía de memoria porque cada vez
que llegaba de la escuela, ella me contaba, no sólo su día sino su vida entera.
Me sabía su música favorita porque subía
el volumen como desde las 10 de la mañana, hora en la que empezaba a cocinar.
En un equipo de sonido antiguo de mi padre, colocaba cuanto long play y cassette encontraba: Los Hispanos, Los graduados, Pastor López, Gustavo
Quintero y quien sabe que otras cumbias bailables de antaño, eso cuando estaba
alegre porque cuando venía el invierno no sé porque, el volumen aminoraba y se
ponía a suspirar. Leandro mi hermanastro en ese entonces adolescente, le decía
con su acento roló también recién llegado al Ecuador: «¡hey!
Chela, que tristeza esa música, me recuerda a mi abuelita, cambie eso que es
como para planchar»
Oye como canta el rio
oye como canta el viento
canta el rio, canta el rio
canta el viento, canta el viento.
oye como canta el viento
canta el rio, canta el rio
canta el viento, canta el viento.
Cuatro
Volviendo a la visita que le hice, sabía o
adivinó o ya me conocía, pero le pregunté por si acaso, «A
ver, seguro que no recuerda mi plato favorito. Lanzó una carcajada estridente
como las de antes y sabiendo que yo adoraba su sazón manaba, me dijo «pues
todo, en especial los dulces porque usted sí que era gordita niña Sarita». ¡¿jajaja
Niña?! Que nunca me iba a dejar de decir así, que para ella yo era la misma
niña de siempre y siempre rememoraba nuestras charlas con chocolate y pastel de
lo que hubiere, sostuvo. Y era verdad, a media tarde nadie en esa casa evitaba
un bocadito, importaba un bledo, si era o no ligero, si era o no saludable,
tenía que ser hecho por Chela y eso bastaba. Y enseguida vino a mí la famosa,
famosísima imagen de la casi que magnífica y perfecta, crema de berenjena que
era un completo manjar para mí en esos años, no he vuelto a probar nada
parecido desde el año 2000 hasta la fecha.
Bajó,
se sentó y le dije, bueno empecemos. Vine porque no la he visto hace fuuuuuu, pero también porque quiero
escribir sobre usted. «¿sobre mí?».
No es sólo una tarea de universidad, aunque sí, es más bien una visita que
tenía programada desde hace mucho tiempo. «¿Y sus papis y su hija?»
Ellos me mandaron a decirle que vienen como por diciembre, además salieron de
paseo esta mañana. «Ahhhh».
Cinco
¿Cuándo se fue de Portoviejo? Y explicando
todo como ella lo hacía, movía sus manos frenéticamente al hablar y se
“embalaba” en detalles, en dichos. Espere que no escribo tan rápido le dije. Cuando
de pronto vinieron sus nietos, «miré ella la mayor de mis
nietas, se llama Sara, como usted, la Tania mi hija ¿si se acuerda?, ella le
puso así a la hija por usted». Claro Chelita que me
acuerdo. Los dos hijos que vinieron con ella a Quito, Pablo nacido en Carchi y
Tania en Imbabura, fueron grandes amigos y compañeros de juegos en mi infancia.
«Yo
me fui de Portoviejo cuando mi padre murió, continúo. Mi madre no me quería y éramos
muchos hermanos, como unos ocho, y yo ya quería hacer mi vida, pero sabe que
Sarita, yo cometí muchos errores, si sabe que tengo dos hijos más allá en
Manabí. Patricia y Ernesto, son mayores que Pablo y Tania. Si se conocen, pero
no se llevan, con lo que Ernesto nos quitó la casita allá en barrio la Roldós
sólo porque la abuela le regaló ese pedazo de terreno, entonces ya pue ‘no lo
quieren. Y Patricia se me fue para España y ya ni escribe ni pregunta por
nosotros. Pero verá ellos no fueron los errores sino sus padres, nunca pude
conseguirles un buen padre, pero eso debe ser el odio de Ernesto».
Seis
¡Ay Chelita!
que complicado. «Sí Sarita muy terrible
para mí, pero igual después de la muerte de mi cuñada Imelda ¿sí supo que
murió?». Imelda era del pacífico chocoano y vino
al Ecuador como en el 90 y la vida las acercó mucho, pues ella también sufrió a
cuestas con sus hijos pequeños y la muerte prematura de su esposo por una
cirrosis. Mis padres me comentaron, que hace un año murió de una fuerte anemia,
dije. «Bueno, después de eso yo ya supe que mi
tiempo en ese barrio estaba contado, mis dos hijos ya grandes y cada cual con
sus hijos porque tampoco les fue bien en sus hogares, así nos mudamos como
usted ve con mis nietos, tres de Tania y uno de Pablo, y ya nos buscamos la
vida, salimos de ahí, ahorramos para comprar algo propio, acá en Calderón, los
niños estudian, mis hijos trabajan, yo trabajo cuando hay algo y cuido de la
casa»
¿Y
los hijos de Imelda? «También viven cerca de aquí,
a dos calles, por ahí andan con sus hijos, sus problemas, estudiando,
trabajando porque deben pagar la casita que también compraron cuando la mamá
estaba viva». Una enfermedad muy grave de la sangre llamada Talasemia
intermedia se la había llevado en marzo de 2015.
Siete
«¿Si ha comido Bolón?,
mire este es como se hace allá en mi tierra, nada que ver con el que hacen en
Esmeraldas». De hecho, si era muy diferente llevaba
cilantro. Y a Quito ¿cuándo vino? «A Quito vinimos después
de que me separé del papá de Pablo, que es carpintero como mijo, pero yo me
había recorrido ya media sierra con mis hijos. Del padre de Tania sí que no
supe nada, por ahí me dijeron que se había muerto, yo creo que era mentira para
no hacerse cargo. Nunca averigüé». La casa donde me recibió
esa mañana como a las 9:00 am tenía muchas tablas de madera de distintos
tamaños acomodadas en un patio pequeño donde pude ver un taller con varias herramientas
como: sierras, banco de carpintería, prensas, lijas, atornillador eléctrico,
brocas, etc.
Ocho
«No me decidía a venir a
Quito porque tenía la ilusión de volver por mis otros dos hijos que se quedaron
con mi mami en la costa, pero no me los quiso dar y tampoco me alcanzaba para
criar cuatro, así que un amigo en Tulcán que era dueño de una pescadería donde
yo trabaje un tiempo, me dijo que en Quito hay trabajo y piden muchachas
costeñas para atender casas, y así me tocó. A la semana de estar en Quito
busqué a un hermano, que le decimos el “gato” que ya vivía aquí mucho antes, le
estaba yendo bien en la fábrica donde trabajaba, me levantó la casita de madera
que usted si conoció». «Así
no má pue vine a la capital con mis hijos y me dediqué a trabajar y no quise
saber nada de vivir con nadie porque mis hijos eran chiquitos, pero ya sabe lo
tonta que es una y luego terminé más jodida por dejar entrar a ese Lencer a la
casa».
Y
así fue a dar al barrio Andalucía una mañana de sábado de 1994 en busca de
trabajo.
Nueve
Y de ese man
claro que me acuerdo, usted nos contaba lo abusivo que era. Chela llegaba con
marcas en los brazos, en el rostro, en el cuello, el tipo era de los que
cobraba, se emborrachaba no volvía unos días a la casa y al regreso la
lastimaba; le decía que eran celos tontos o culpaba al alcohol, pedía disculpas
y la historia se repetía cada fin de mes. Por aquel entonces no era común escuchar
en los medios de comunicación campañas contra la violencia intrafamiliar como
un problema de salud pública, aunque para el año 1995 en el mes de septiembre,
se aprobó Ley contra la violencia a la mujer.
De acuerdo a una nota de prensa que leí no recuerdo si fue en mayo, ahora
en lo que va de este año 2016 se han registrado alrededor de 30.000 denuncias a
nivel nacional.
Diez
Continuando con café y el bolón y mientras se
entretenía con uno de sus nietos, que saltaba de un lado a otro de la sala, recordé
a ese tipo a quien todos en casa odiábamos porque la ofendía y lastimaba y sus
dos hijos pequeños presenciaron esos ataques por muchos años. Recuerdo incluso
que su hijo Pablo dijo alguna vez, que por aquel entonces tenía unos ocho años,
«cuando
crezca voy a buscar a ese hijueputa porque me la debe».
No sé si lo habrá cumplido, lo que sí es claro es que ahora viven con muchas
mejores posibilidades que antes y alejados del poder negativo del alcohol y la
violencia.
Once
Al ser un tema tan delicado y al ya conocer
esa parte de su historia, decidí cambiar de tema, pues la imagen de su llanto, la
tengo muy calada en la memoria. Recuerdo tanto preguntar a mis padres por qué
pasan esas cosas, mi padre respondió también muy entristecido «somos
una raza violenta, pero no llore, usted es muy niña para entender eso, vaya a
jugar».
Chela
usted se acuerda de mi Blacky. «Ese no fue el perrito que
se les escapó». Sí, ese. «Qué
pena, si me contó su mami alguna vez, que había sido en un cumpleaños suyo, usted
dejó la puerta abierta por recibir a sus amiguitos».
Sí, y no me lo perdonaré nunca. «¿Qué raza disque era?» Un labrador negro. «Era
terrible muy maloso, no». No. De hecho, cuando
ella se iba para su casa, en una época de mucho racionamiento eléctrico, me
daba mucho temor entrar y esperar a mis padres en la oscuridad, él me
acompañaba afuera hasta muy entrada la noche.
Doce
Como recordándolo también y con ese cariño que
compartíamos por los animales, llamó a sus nietos para que me enseñen sus
mascotas, un perrito blanco pequeño todavía cachorro y una gata ya adulta naranja
con líneas blancas. «Ellos los recogieron de la
calle, el perro lo había dejado en cartón por aquí arriba donde se deja la
basura y la gatita apareció ya grande y lastimada, mi nieta le dio agüita y ya
se nos quedó aquí». Oh, que lindos les dije a los niños, eso
se llama amor y los animalitos también lo necesitan. El menor de los niños me
miró abrazo fuertemente a su gata, la besó en la cabeza, y salió corriendo con
ella por la puerta, todos los siguieron, en una gran algarabía. La compasión es algo natural y
espontáneo.
«Un país, una civilización se
puede juzgar por la forma en que trata a sus animales». Mahatma Gandhi.
Trece
Y Tania y Pablo, ¿dónde están? «trabajando,
pue, si le dije que es carpintero tiene entregas que hacer y como no hay
espacio en el taller, si ve que es chiquito, entonces un amigo le presta el
taller para que haga los muebles más grandes, y la Tania, ella trabaja en un
almacén, los fines de semana casi que no paran en la casa y yo cuido a los
niños, aunque ahora ya no tanto porque la mayor ya los cuida y yo ya puedo salir
a hacer mis cosas por ahí» ¿Qué hace?. «visito
amigas, preparo comida y la vendo, voy seguido a ver a mi cuñada Imelda al
cementerio, siempre voy le converso mis cosas y rezó».
Me percaté de su devoción porque en muchos rincones de la casa habían pequeñas
y medianas estatuas religiosas adornadas con flores y velas.
«¿Usted
sigue medio hereje, Sarita?» rio. No me diga así, esa palabra suena a
acusación. Más bien agnóstica. «¡Ah!
¿Qué cosa e ‘eso»?
Básicamente no se afirma la existencia de una deidad por el hecho de que no se
la puede probar. «Yo sí creo Sarita».
Hace
bien en su total derecho, hasta la constitución dice que hay libertad de culto
en este país.
Catorce
¿Y le sigue gustando la música que ponía en
la casa allá en Andalucía? «Claro,
pue si cuando me fui de allá, su papi me regaló muchos discos y otros le pedí
que me los grabará en cassette. Y ahí
los tengo, ¿si ve esa caja, bajo el mueble ese de madera? Ahí están toditos, y
en fiestas lo sacó, pero si sabe, no, que la capital no es alegre en navidad.
Por ahí mis nietos y sobrinos escuchan esa música de ahora que un bullerío y
una letra que por dio ‘que fea, eso era música Sarita, me hace acuerdo de
cuando era yo joven y los muchachos allá en Portoviejo nos sacaban a bailar a
mí y una hermana»
Dicho
esto, se levantó, sacó la caja y puso sacó cassette
y me dijo que ya los hijos le habían pasado todo a la computadora, que no sabe
cómo hicieron, pero ya no necesita escuchar los lp´s ni los cassette pero
que son su tesoro. «Le pegó un grito a uno de
los niños que entró, ¡oyé cachuflo, ponte música, pero de la que me gusta, no
de la huevada de ahora». Cuando sonó la canción se puso a bailar
abrazada a uno de los long play.
Oye traicionera, aunque yo me muera
donde yo me encuentre rogare por tu alma
oye traicionera, aunque yo me muera
donde yo me encuentre rogare por tu alma
donde yo me encuentre rogare por tu alma
oye traicionera, aunque yo me muera
donde yo me encuentre rogare por tu alma
Esa mañana de domingo como alrededor de las 10:30
esa canción sonó al menos tres veces.
Quince
¿Y su hipertensión? «Mal, igual, no sé, como sano y sigue alta» ¿Qué le dice el médico? «Que me cuide, pero yo me cuido,
ya no como casi nada frito, me hago mucha ensalada, aquí no tomamos cola,
porque llevaron a los niños al doctor, y toditos desnutridos, y nos dijeron que
todo lo que es procesado, enlatado, o tiene colorante, les hace mal a los
niños. ¡Uy el varoncito! el que le sigue a la Sarita, si lo ve» señalando a la ventana. «Ese estuvo muy mal, mandaron a
comprar un pocotón de cosas para que no se duerma en la escuela».
Pablo
el hijo menor de Ella, cuando niño estaba en el muchacho trabajador en
Cotocollao, alguna vez me fuimos juntas en unas vacaciones como por julio, no
lo recuerdo bien. Él se había olvidado las llaves de la casa, así que la
acompañé porque recuerdo que estaba muy nerviosa y con miedo de que se queden
afuera hasta muy noche. Al entrar había muchos extranjeros, me dijo que eran de
una congregación de jesuitas. Era un gran comedor enorme, los niños hacían
muchísima bulla y entre sus pies sostenían cajas de lustrar zapatos, fundas de
dulces, lotería, otros tenían periódicos, etc.
Recuerdo
haberle preguntado a Ella, que hacía ahí su hijo, enseguida me dijo que es un
lugar donde les dan de comer a los niños, cuando sus padres no tienen para
alimentarlos o cuando ellos por el mismo hecho que trabajan no van a la casa a
almorzar, y como trabajan muchos de ellos no van a la escuela. Ahí les daban
talleres, les cuidaban, porque muchos tenían desnutrición. «Quieren
que los niños estudien y dejen la calle. Es gente muy buena» repetía.
Dieseis
A la memoria vinieron muchos reportajes
televisivos sobre el tema de la desnutrición crónica en el Ecuador y el
objetivo de erradicar esta problemática, sin embargo, pese a los esfuerzos
gubernamentales y no gubernamentales por reducir la morbimortalidad infantil, no
se ha logrado este objetivo de acuerdo con el Observatorio de los Derechos de
la Niñez y Adolescencia, aunque las cifras si han disminuido.
«¿Si
le gustó el bolón quiere otro?». No gracias Chelita. «Está
embarazada Sarita debe comer». Si, pero más bien si
tiene algo de tomar, le agradezco. Eran
ya como las 11:00 y hacía demasiado calor.
«Gracias
por los dulces, han de ser de confiteca, no es verda´».
Sí, mi mamá se los manda a sus nietos a propósito de que ya está cerca la
navidad. Yo también le traje algo y de la mochila saqué una funda con dos
bolsos que suelen vender en el mercado artesanal en la zona conocida como la
mariscal, en el centro norte de la ciudad; uno rojo para ella y otro verde para
la hija, y para el hijo una camiseta también made in mercado artesanal.
«¿Segura
no quiere otro boloncito?» No. «Ya
se vea, le voy a hacer probar dulces de Rocafuerte que me trajo un amigo, son:
dulces de guineo, alfajores, huevos
moyos, troliches, ¿si ha comido?» No, ni los huevos moyos ni los troliches, ni idea que serán. «Pruebe, pruebe» Qué maravilla me encantaron. ¡Debe enseñarme a
preparar eso oiga! «Cuando quiera niña Sarita, me llama, viene acá y ya sabe pura sazón de
la tierrita no huevadas».
Le conté que en agosto de este año fui a
Portoviejo y que probé por primera vez el suero blanco con plátano asado que
también le dicen cuajada, que hacía mucho calor, y que fue algo muy
refrescante. Le dije que al pisar su ciudad inmediatamente pensé que debía
algún día contarle que estuve en su ciudad. Era ya la una de la tarde debía
despedirme. No sin antes el largo abrazo y el agradecimiento por todo lo que
comí esa mañana y las grandes memorias de los 90´s: sus canciones favoritas, su
sabiduría en la comida, las penas, alegrías y el tesón que es su vida.